Conversaciones con Raymond Carver
Traducción: Milton Ordóñez
Artículo enviado a ‘el lector interrumpido’ por: Miriam Mireles.
Rafael Arráiz Lucca
El Nacional 21-8-2006
A 30 años de un prodigio
En apenas doce años Raymond Carver alzó vuelo y llegó a ser el mejor escritor de cuentos del planeta. ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? se publicó en 1976, y su autor falleció el 2 de agosto de 1988 en Port Angeles (Washington).
Había nacido en Oregon en 1939. No llegó al medio siglo. Hijo de padre alcohólico, él mismo lo fue, mientras educaba a los dos hijos que tuvo, y que confesaba adorar, con una primera esposa recién emergida de la adolescencia.
Su batalla con el alcoholismo culminó en 1977, de modo que su primer libro fue escrito aún entre vapores etílicos. Los que le suceden son todavía mejores que el primero, pero éste le anunció al mundo que un fenómeno del relato había llegado para quedarse.
El mismo año en que dejó el alcohol conoció a su segunda esposa: la escritora Tess Gallagher, quien lo acompañó hasta el momento en que el cáncer de pulmón se lo llevó de aquí. Fue ella la que halló entre los papeles de Carver cinco relatos prácticamente terminados.
Con ellos se publicó Si me necesitas, llámame (2000). Allí están algunos de sus mejores cuentos: "Leña", "Sueños", Vándalos" y el que le da título al libro, acaso uno de los mejores relatos que se han escrito sobre la tierra. Como el lector advierte, no puedo disimular la felicidad que me produce la lectura de sus cuentos: quizás por ello escribo este artículo tan celebratorio que me deja sin resortes críticos.
También quizás por esta misma razón es que he escrito tan poco sobre su obra, apenas una nota sobre un magistral libro de ensayos donde se recogen seis textos memorables: La vida de mi padre (1995).
El lector ajeno a estos temas, al que pretendo seducir para que se interese en ellos, seguramente se pregunta por qué los relatos de Carver pueden ser calificados de obras maestras; en qué consiste su aporte. Mi respuesta es simple: la maravilla que logra Carver reside en que parte del relato sucede fuera de él.
Dicho de otro modo: sus textos son tan sugerentes, tan ricos en posibilidades interpretativas, tan lejanos a la manipulación técnica, que el lector va construyendo el relato a medida que avanza en su lectura. Además, el narrador logra algo que es prácticamente mágico: crea una suerte de inquietud que imanta el relato de manera permanente.
Es como algo que queda reverberando, incesantemente. Pero cuidado, no es la angustia ni la desesperación el centro anímico que trabaja Carver, es algo bastante más complejo y sutil, que no hay manera de explicar con claridad.
En este sentido puede decirse que la experiencia de lectura carveriana es sensorial, además de narrativa y, también, puede ocurrir que el lector desprevenido, acostumbrado a no participar en el relato o avenido a los platos servidos, le resulten desconcertantes estos textos en los que, aparentemente, no ocurre nada, cuando en verdad está ocurriendo de todo, en los que la condición humana está en plena efervescencia.
La crítica literaria, que al organizar suele reducir, ha ubicado la cuentística de Carver dentro del universo del minimalismo, lo que es cierto, pero no basta con ubicar en esa gaveta a sus cuentos, que van mucho más allá y abren otras puertas y se conectan con otras fuentes.
Por ejemplo, la lectura que Carver hace de Santa Teresa no es gratuita, tampoco lo es que cierto espíritu místico lata en su obra.
Quizás sea esta actitud, como de alguien que camina sobre vidrios, la que conduzca a una escritura tan alejada de los lujos verbales, tan tejida en conjunto, tan lejana a la frase impactante, a los fuegos artificiales.
Casi no hay oraciones extraíbles por memorables en sus cuentos: su apuesta es al tejido, al clima, al eco, a la extraña inquietud que siembran las palabras.
Es evidente que el proceso de reescritura es rey en la obra de Carver. Detrás de sus cuentos perfectos, donde no sobra ni falta una coma, el autor redujo, cambió, volvió a pulir hasta que llegaba a la nuez desnuda de sus historias. No puede ser de otra manera.
Quizás por ello nunca escribió una novela, aunque él se lo atribuía a la presencia de sus hijos pequeños: "Las circunstancias de mi vida con esos niños dictaban otra cosa. Decían que si quería escribir algo, y terminarlo, e incluso que si quería sentir alguna satisfacción con una obra concluida, tenía que limitarme a cuentos y poemas."
Así fue, y también logró lo que se proponía: "Es posible, en un poema o en un cuento, escribir sobre cosas y objetos comunes y corrientes usando un lenguaje común y corriente pero preciso, e impartirles a esas cosas --una silla, una cortina, un tenedor, una piedra, un arete de mujer-un poder inmenso, incluso perturbador".
Había nacido en Oregon en 1939. No llegó al medio siglo. Hijo de padre alcohólico, él mismo lo fue, mientras educaba a los dos hijos que tuvo, y que confesaba adorar, con una primera esposa recién emergida de la adolescencia.
Su batalla con el alcoholismo culminó en 1977, de modo que su primer libro fue escrito aún entre vapores etílicos. Los que le suceden son todavía mejores que el primero, pero éste le anunció al mundo que un fenómeno del relato había llegado para quedarse.
El mismo año en que dejó el alcohol conoció a su segunda esposa: la escritora Tess Gallagher, quien lo acompañó hasta el momento en que el cáncer de pulmón se lo llevó de aquí. Fue ella la que halló entre los papeles de Carver cinco relatos prácticamente terminados.
Con ellos se publicó Si me necesitas, llámame (2000). Allí están algunos de sus mejores cuentos: "Leña", "Sueños", Vándalos" y el que le da título al libro, acaso uno de los mejores relatos que se han escrito sobre la tierra. Como el lector advierte, no puedo disimular la felicidad que me produce la lectura de sus cuentos: quizás por ello escribo este artículo tan celebratorio que me deja sin resortes críticos.
También quizás por esta misma razón es que he escrito tan poco sobre su obra, apenas una nota sobre un magistral libro de ensayos donde se recogen seis textos memorables: La vida de mi padre (1995).
El lector ajeno a estos temas, al que pretendo seducir para que se interese en ellos, seguramente se pregunta por qué los relatos de Carver pueden ser calificados de obras maestras; en qué consiste su aporte. Mi respuesta es simple: la maravilla que logra Carver reside en que parte del relato sucede fuera de él.
Dicho de otro modo: sus textos son tan sugerentes, tan ricos en posibilidades interpretativas, tan lejanos a la manipulación técnica, que el lector va construyendo el relato a medida que avanza en su lectura. Además, el narrador logra algo que es prácticamente mágico: crea una suerte de inquietud que imanta el relato de manera permanente.
Es como algo que queda reverberando, incesantemente. Pero cuidado, no es la angustia ni la desesperación el centro anímico que trabaja Carver, es algo bastante más complejo y sutil, que no hay manera de explicar con claridad.
En este sentido puede decirse que la experiencia de lectura carveriana es sensorial, además de narrativa y, también, puede ocurrir que el lector desprevenido, acostumbrado a no participar en el relato o avenido a los platos servidos, le resulten desconcertantes estos textos en los que, aparentemente, no ocurre nada, cuando en verdad está ocurriendo de todo, en los que la condición humana está en plena efervescencia.
La crítica literaria, que al organizar suele reducir, ha ubicado la cuentística de Carver dentro del universo del minimalismo, lo que es cierto, pero no basta con ubicar en esa gaveta a sus cuentos, que van mucho más allá y abren otras puertas y se conectan con otras fuentes.
Por ejemplo, la lectura que Carver hace de Santa Teresa no es gratuita, tampoco lo es que cierto espíritu místico lata en su obra.
Quizás sea esta actitud, como de alguien que camina sobre vidrios, la que conduzca a una escritura tan alejada de los lujos verbales, tan tejida en conjunto, tan lejana a la frase impactante, a los fuegos artificiales.
Casi no hay oraciones extraíbles por memorables en sus cuentos: su apuesta es al tejido, al clima, al eco, a la extraña inquietud que siembran las palabras.
Es evidente que el proceso de reescritura es rey en la obra de Carver. Detrás de sus cuentos perfectos, donde no sobra ni falta una coma, el autor redujo, cambió, volvió a pulir hasta que llegaba a la nuez desnuda de sus historias. No puede ser de otra manera.
Quizás por ello nunca escribió una novela, aunque él se lo atribuía a la presencia de sus hijos pequeños: "Las circunstancias de mi vida con esos niños dictaban otra cosa. Decían que si quería escribir algo, y terminarlo, e incluso que si quería sentir alguna satisfacción con una obra concluida, tenía que limitarme a cuentos y poemas."
Así fue, y también logró lo que se proponía: "Es posible, en un poema o en un cuento, escribir sobre cosas y objetos comunes y corrientes usando un lenguaje común y corriente pero preciso, e impartirles a esas cosas --una silla, una cortina, un tenedor, una piedra, un arete de mujer-un poder inmenso, incluso perturbador".
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