diciembre 11, 2007 / escribió: Daniel, Lima Peru del blog http://whiskydoble.blogspot.com
Tres rosas amarillas, de Raymond Carver
Dice Arquíloco: "El zorro sabe muchas cosas pequeñas, el erizo solo sabe una, pero es una cosa grande". Y entonces me doy cuenta inmediatamente, que la grandeza tiene poco o nada que ver con la complejidad. Quizás es más una cuestión de desgaste. Supongo que hay autores que son como el erizo. Pero también hay algunos que son como el zorro. Y lo más interesante, hay algunos que son como el zorro precisamente porque no desean o no se sienten capaces de internarse en la totalidad, en el absoluto, en lo deslumbrante.
Nunca he sido fanático ni del naturalismo, ni del realismo, ni del costumbrismo ni de ninguna clase de obra lineal. No estoy seguro de por qué. Quizás amo el caos, o quizás son simples ganas de dar la contra. Pero cuando una obra sobrepasa cualquier clase de prejuicio o concepto general, sabes que estás frente a una gran obra. Y sin duda alguna, Tres rosas amarillas es uno de los trabajos más pulcros, limpios y brillantes que he encontrado en mucho tiempo. Y lo mejor de todo es que no brilla con un pasmo deslumbrante, sino que va sorprendiéndote de una manera sutil y humana. Humana en el sentido de que parece escrita, justamente, por un mortal cualquiera, como si no se necesitara ser un gran autor para haber construido esos siete maravillosos cuentos que componen este volumen. Pero la realidad es que Carver era un autor brillante, que quizás incluso llega a rozar la genialidad. Basta con leer "Quienquiera que hubiera dormido en esta cama" o el cuento que le da título al libro y que es una verdadera obra maestra, donde se narran los últimos días de Chéjov. Sobran palabras. Cualquier añadido a Carver es una palabra de más.
Seguidor del realismo de Chéjov (lejos de los malabarismos impresionantes de Flaubert), se podría decir que Carver es más bien un escritor de modesta lucidez, un escritor que no trata de deslumbrarnos sino que nos cuenta una historia maravillosa como si no conociera su valor. Ilusión absolutamente falsa, claro, porque basta con mirar de cerca para descubrir que cada línea ha sido pulida hasta su máximo esplendor y forma, pero de una manera tan minuciosa y natural, que al ojo menos experimentado resulta absolutamente invisible. Y ahí se sitúa este tipo de liteartura: donde se encuentran temas donde nadie busca temas; donde los personajes no son héroes ni villanos; donde no se busca una gloria ajena al mundo, sino por el contrario, se abraza la humanidad con absoluto rigor, una humanidad que finalmente nos recuerda el tedio y la sencilla mortalidad de la vida cotidiana, en contraposición contra la perfección o la inmortalidad a la que aspiran esos autores que, al igual que el erizo, solo saben una cosa, una cosa grande.
"A Chejov, no obstante, le produjo una honda impresión el solícito gesto de aquella visita. Pero, a diferencia de Tolstoi, Chejov no creía, jamás había creído, en una vida futura. No creía en nada que no pudiera percibirse a través de cuando menos uno de los cinco sentidos. En consonancia con su concepción de la vida y la escritura, carecía -según confesó en cierta ocasión- de una 'visión del mundo filosófica, religiosa o política. Cambia todos los meses, así que tendré que conformarme con describir la forma en que mis personajes aman, se desposan, procrean y mueren. Y cómo hablan'."
Tres rosas amarillas, de Raymond Carver
Dice Arquíloco: "El zorro sabe muchas cosas pequeñas, el erizo solo sabe una, pero es una cosa grande". Y entonces me doy cuenta inmediatamente, que la grandeza tiene poco o nada que ver con la complejidad. Quizás es más una cuestión de desgaste. Supongo que hay autores que son como el erizo. Pero también hay algunos que son como el zorro. Y lo más interesante, hay algunos que son como el zorro precisamente porque no desean o no se sienten capaces de internarse en la totalidad, en el absoluto, en lo deslumbrante.
Nunca he sido fanático ni del naturalismo, ni del realismo, ni del costumbrismo ni de ninguna clase de obra lineal. No estoy seguro de por qué. Quizás amo el caos, o quizás son simples ganas de dar la contra. Pero cuando una obra sobrepasa cualquier clase de prejuicio o concepto general, sabes que estás frente a una gran obra. Y sin duda alguna, Tres rosas amarillas es uno de los trabajos más pulcros, limpios y brillantes que he encontrado en mucho tiempo. Y lo mejor de todo es que no brilla con un pasmo deslumbrante, sino que va sorprendiéndote de una manera sutil y humana. Humana en el sentido de que parece escrita, justamente, por un mortal cualquiera, como si no se necesitara ser un gran autor para haber construido esos siete maravillosos cuentos que componen este volumen. Pero la realidad es que Carver era un autor brillante, que quizás incluso llega a rozar la genialidad. Basta con leer "Quienquiera que hubiera dormido en esta cama" o el cuento que le da título al libro y que es una verdadera obra maestra, donde se narran los últimos días de Chéjov. Sobran palabras. Cualquier añadido a Carver es una palabra de más.
Seguidor del realismo de Chéjov (lejos de los malabarismos impresionantes de Flaubert), se podría decir que Carver es más bien un escritor de modesta lucidez, un escritor que no trata de deslumbrarnos sino que nos cuenta una historia maravillosa como si no conociera su valor. Ilusión absolutamente falsa, claro, porque basta con mirar de cerca para descubrir que cada línea ha sido pulida hasta su máximo esplendor y forma, pero de una manera tan minuciosa y natural, que al ojo menos experimentado resulta absolutamente invisible. Y ahí se sitúa este tipo de liteartura: donde se encuentran temas donde nadie busca temas; donde los personajes no son héroes ni villanos; donde no se busca una gloria ajena al mundo, sino por el contrario, se abraza la humanidad con absoluto rigor, una humanidad que finalmente nos recuerda el tedio y la sencilla mortalidad de la vida cotidiana, en contraposición contra la perfección o la inmortalidad a la que aspiran esos autores que, al igual que el erizo, solo saben una cosa, una cosa grande.
"A Chejov, no obstante, le produjo una honda impresión el solícito gesto de aquella visita. Pero, a diferencia de Tolstoi, Chejov no creía, jamás había creído, en una vida futura. No creía en nada que no pudiera percibirse a través de cuando menos uno de los cinco sentidos. En consonancia con su concepción de la vida y la escritura, carecía -según confesó en cierta ocasión- de una 'visión del mundo filosófica, religiosa o política. Cambia todos los meses, así que tendré que conformarme con describir la forma en que mis personajes aman, se desposan, procrean y mueren. Y cómo hablan'."
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